En una cancha de fútbol cinco de Resistencia, todos los miércoles un grupo de amigos se reúne cada semana para un ritual que va más allá del deporte: una culto a la amistad, la carne asada y la cerveza.
Los nombres de los guerreros son tan variados como sus habilidades futbolísticas: El Negro, Pela, Chicote, Gordo, Flaco, Ñato, Migue, Mauri, Jere, Ale y los Joses entre muchos otros que van y vienen despliegan su talento por la verde alfombra sintética.
Los deportistas se embarcan en una “feroz” batalla futbolística de una hora. Sin embargo, la verdadera pasión se desata después, cuando el balón se cambia por algún chori, morci o costillar humeante y las camisetas deportivas por remeras con olor a humo entre otros aromas.
Las cervezas o el fernet se acumulan como trofeos en la mesa, mientras la conversación fluye entre el fútbol, la política, la vida y las inevitables bromas sobre las “jugadas magistrales” del partido.
El tiempo se vuelve irrelevante bajo la luz tenue de la cancha, solo importa la camaradería y el placer de compartir un espacio donde las preocupaciones se diluyen en el humo del asado y el sabor amargo de la cerveza.
Cerca de la madrugada, con las gargantas secas y los estómagos satisfechos, los crack (no por sus cualidades deportivas sino por el crugir de sus huesos) se despiden hasta la próxima semana, no sin antes prometer que la próxima “batalla” será aún más épica.
No todo es alegría, porque el encuentro tiene dos momentos dolorosos: el del cuerpo cuando hay que levantarse de la silla y el del bolsillo cuando hay que pagar la cuenta.